VISIÓN
EN ROJO
Autora: Miren.
Autora: Miren.
Ramón
Llobet caminaba por el Figón de la Viuda, un lugar céntrico de la
ciudad alta de Tarragona. A esas horas tempranas de la mañana todo
estaba desierto, demasiado desolado para tratarse de una jornada
normal. El hombre, con pasos cortos y rápidos, se dirigía a su
negocio situado en la calle Mercería. Su ciudad ya no era la misma,
aunque este hombre se preciaba de su estudiada sangre fría, no podía
menos que sentir un escalofrío al notar ese vacío a su alrededor,
un vacío tenso, expectante; el preludio de que algo presentía iba a
suceder en las próximas horas, pero si le hubiesen preguntado no
hubiese, podido ni sabido, dar una razón concreta.
No,
no es que este hombre de mediana edad tuviese poderes
extrasensoriales, pero su lógica, ayudada por algunas noticias que
llegaban a su conocimiento le hacía pensar que algo iba a suceder.
Aquel asedio al que se veían sometidos desde hacía tiempo por parte
de los franceses no podía durar toda la vida; de una forma u otra la
balanza, mas pronto o más tarde, se tendría que inclinar a un lado;
y esa situación le tenía un tanto nervioso desde hacía días. Echó
un vistazo a las calles colindantes y el estremecimiento le llegó
hasta la médula espinal recorriendo toda su espalda, desde el inicio
donde esta pierde su casto nombre, hasta la nuca. De repente había
visto todas esas calles teñidas de sangre, paró un segundo y se
restregó los ojos con fuerza, al abrirlos aquel panorama
fantasmagórico había desaparecido.
Aun
tratando de recuperar la calma y respirando profundamente, no pudo
evitar que aquella visión en rojo le hiciese apretar más el paso.
El sastre no era un hombre de grandes convicciones morales; él jamás
había presumido de patriota, ni idealista. Ramón sólo entendía de
telas, cortes, tijeras, hilos y aguja, era un auténtico maestro en
la confección; pero de lo que más entendía y lo que más le
importaba en la vida, era el dinero.
Llobet
había sido bueno aprendiendo el oficio, pero había sido mejor
desarrollando su habilidad para granjearse la confianza de los que
tenía a su alrededor. No sabía muy bien por qué, pero la gente era
propensa a contarle sus secretos, no sabía si era para desahogarse
con una persona discreta que parecía estar atenta sólo a su
trabajo, o es que en realidad ejercía una extraña influencia con la
gente. Era como si hubiera sido dotado con un extraño don que hacía
que las lenguas de los demás se soltasen en su presencia. Si bien al
principio aquellas cosillas que le contaban sus clientes, desde
amistades indeseables, hasta vicios más o menos grandes; pasando por
infidelidades conyugales, le traían al fresco; pronto vio otra
posibilidad, el comercio de secretos. Aquello le podía reportar
pingües beneficios extras, y era tan fácil como estar siempre con
el oído alerta y prestar atención a todo lo que sus clientes le
comentaban, bien a él directamente; o a los amigos con quienes se
encontraban en su taller. El secreto estaba en hacerse el despistado,
él siempre parecía estar atento a su trabajo, pero nunca dejaba
pasar por alto aquellas conversaciones que, a simple vista,
aparentaban no interesarle. Nunca se sabía quién y qué podría
pagar alguien por aquellas confidencias. Su lema era vivir para él y
para engordar su fortuna y sus intereses, sin importarle el resto del
mundo; él era comerciante, a eso se había dedicado desde su más
tierna juventud, que más daba vender trajes o vender revelaciones,
todo era negocio; una simple transacción, un intercambio comercial
de intereses.
El
que fuera un sastre de prestigio era la fachada perfecta, y aquellos
tiempos convulsos habían incentivado su negocio de trastienda; por
allí pasaba lo más granado de la sociedad tarraconense, no hacía
ascos a nadie, por su taller habían desfilado desde los aliados
ingleses, a los invasores franceses; pasando por algún representante
de las cortes. Y Llobet ponía buena cara a todos, sin importarle ni
su nacionalidad, ni sus ideas, ni siquiera su catadura moral. Todos
eran bien recibidos y agasajados. El sastre era completamente
neutral, cuando sus vecinos se sorprendían de aquella situación, él
optaba por cruzarse de brazos y darles una liviana explicación:
“Simplemente
son negocios, ellos quieren ropa y yo se la doy, nada más importa,
yo no tengo que mirar quienes son, simplemente que su dinero sea
bueno. Son clientes que pagan religiosamente por mis servicios. Yo
vivo de eso, señores; no puedo hundir mi negocio por cosas tan
pusilánimes como la nacionalidad o la ideología”
Pero
aquella mañana se notaba extraño y con una rara agitación, todo
estaba en silencio, no se había cruzado con nadie; algo rarísimo,
porque a aquella hora era fácil encontrarse a algunas mujeres camino
de sus trabajos o del mercado u a otros hombres de camino a sus
respectivos quehaceres.
Cuando
entraba por la calle de la Mercería, se cruzó con una sombra
embozada. Llobet, que parecía irse acostumbrando a su paseo
solitario, no se esperó aquel encontronazo tan repentino y se
sobresaltó, ¿alguien embozado de aquella manera en pleno junio? Eso
no era normal, aunque era temprano y la brisa marina cargaba el
ambiente de humedad, la temperatura no invitaba a ir tan cubierto. La
sombra abrió un resquicio en su raída capa y el sastre esbozó de
inmediato una sonrisa al reconocer en la forma amorfa a Antoni, uno
de los muchachuelos que le servía de espía y de recadero.
—
¡Carall, Tonet!! Que susto
me diste, bien está que cuando te mando a alguno de mis asuntos
andes encubierto y prevenido, pero cuando vienes a verme a mí,
intenta que te reconozca a primera vista y no seas tan sigiloso; no
soy ya tan joven para que mi corazón soporte estas espantadas.
¡Diablo de muchacho! Están los tiempos para pocas bromas y menos
para que te quedes sin amo…
El
hombre enmudeció de repente al contemplar el rostro demudado del
chico. Tonet era un golfillo callejero, un gorrión silvestre
habituado, prácticamente desde que nació, a ver de todo, a
enfrentarse con la cruda realidad de las calles y los tugurios del
puerto. No era fácil asustarle, por eso, la palidez de su rostro y
sus ojos desencajados despertaron los temores del sastre.
—
¿Qué te pasa muchacho?
Pareciera que has visto al mismísimo Belcebú. Dime que ocurre.
—
Amo, tenéis que andar con
ojo, esta mañana, antes del alba un tipo se ha cruzado conmigo en el
puerto. Os juro que en mi vida le había visto, y os juro mi señor
si así hubiese sido no le habría olvidado. Ese rostro parecía la
máscara de un penado del Purgatorio y su voz seca, hundida y
cavernosa me terminó de erizar el cabello; aunque sólo tuve
oportunidad de escucharles unas pocas palabras. Me apremió para que
no demorase ni un ápice en entregaros esta nota, me dijo que de ello
dependía mi vida… y la vuestra. Os juro señor, que en mi vida he
pasado tanto miedo, ese tipo lúgubre y tenebroso me pareció una
criatura de ultratumba. ¡Vive Dios! Que volví a ver de nuevo las
imágenes fantasmales de aquellas almas en pena que yo imaginaba, en
mi, ya casi olvidada infancia, cada vez que fray Pere nos daba el
sermón dominical en la puerta de la Basílica de Santa María del
Miracle antes de repartir la sopa boba entre los que acudíamos a
regocijarnos con un plato caliente.
—
Pero a ti no te ha asustado
sólo el aspecto de ese hombre ¿verdad, pillastre? Hay algo más, tú
has leído la nota ¿Me equivoco? ¡Malandrín del demonio, en que
hora te enseñé a leer! Me has salido más listo de lo que esperaba.
El
hombre arrancó la nota arrugada de las manos temblorosas del
muchacho. Llobet creía al jovenzuelo cuando le decía que aquel
hombre era un desconocido. No en vano el jovenzuelo era despierto,
inteligente, conocía a todos los habitantes y visitantes de la
ciudad y era muy difícil que se le escapara una cara.
Lo
que leyó le dejó el rostro lívido, desde la raíz del pelo hasta
el pequeño pedazo de cuello que dejaba ver las solapas de su levita,
su piel mostraba una palidez casi mortal.
Unas
líneas en una caligrafía que no reconocía le alertaban de algo
que, en cierta forma ya veía venir. Entre las confidencias que le
llegaban en los últimos tiempos no todas eran secretos de alcoba, o
algunas trapisondas mercantiles; últimamente también le llegaban
noticias sobre política, el ambiente estaba caldeado y no era ajeno
a que su red de confidentes y espías andaban excitados.
Aun
así, lo que leyó le alteró profundamente, aquellas letras sinuosas
comentaban algo de soslayo sobre una traición; de manera críptica
casi utilizando una jerga más parecida a un código secreto que a un
mensaje normal, aquel desconocido le avisaba de que las puertas iban
a ser abiertas, que, en breve, las murallas darían paso al enemigo.
Todo a medias, sin datos claros dejando muchas dudas en el aire. Pero
lo que más desató su pánico fueron lo últimos renglones, y los
más evidentes de todo aquel misterioso mensaje: “Cuidado
señor Llobet, vigilad vuestras espaldas y sobre todo vuestro tesoro,
esos pliegos confidenciales que habéis ido atesorando desde hace
tiempo. Ponedlos a salvo, de su seguridad también depende la
vuestra, la de vuestra familia y la de vuestra red de informadores.
¡CUIDADO!”
Aquella
advertencia le heló la circulación sanguínea. Sospechaba que
alguien podía conocer su secreto, aquellos malditos ingleses. La
última conversación con el comodoro Codrington con sus breves y
vagas insinuaciones, le había hecho recelar y dudar de que estos
ignorasen la existencia de aquellos papeles. Pero que alguien
completamente desconocido lo supiese y le alertase era, cuanto menos,
inquietante. El hombre dio unas monedas a Tonet recomendándole
encarecidamente que no se hiciese visible durante unos días, que se
ocultase de miradas indiscretas y sobre todo que no se pusiese en
comunicación con él, salvo que tuviese algo que comunicarle de
extrema gravedad. Efectivamente aquello era muy serio y sus vidas
corrían peligro.
El
sastre recorrió los escasos veinte metros que le separaban de su
taller en un vuelo, antes de penetrar en el interior lanzó una
mirada a su alrededor. Nada, sólo un vacío turbador le rodeaba; ni
un soplo de aire, la brisa que hacía sólo unos minutos golpeaba su
rostro había cesado de pronto; esa quietud era insoportable. ¿Una
puerta abierta? ¿Muros que darían paso al enemigo? Eso sólo podía
significar una cosa y para asegurarse, tendría que volver a leer
aquellos legajos que había elaborado durante meses… algo se le
había escapado y tenía que dar con ello antes de esconderlos en
lugar seguro.
Ramón
Llobet volvió a mirar al exterior antes de penetrar en el, todavía,
oscuro local; una nausea le subió por la garganta cuando,
incomprensiblemente, volvió a ver los adoquines de la calle
manchados de sangre.
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