Desde julio de 1811 hasta agosto de 1813, momento en que Suchet ordena al general Bertoletti que abandone Tarragona, no sin antes dejar un total de 23 minas para destruir la ciudad, ocurrieron numerosas humillaciones dignas de ser destacadas.
Una de ella era conocida como la vedada. La vedada consistía en hacer tocar las campanas por un tiempo de 15 minutos. Se tocaban a las 8 de la tarde y los vecinos tenían que recogerse en el interior de sus casas, con la obligación de apagar las luces a partir de las once de la noche. Una especie de toque de queda que quien no cumplía tenía el destino de morir ahorcado.
Otra era el tener un pase o carta de seguridad que valía 4 reales. Nadie podía entrar o salir de la ciudad sin pase de seguridad, y el pase permitía al portador alejarse de la ciudad únicamente por un tiempo de dos horas.
Los franceses dominaban con mano de hierro. En ocasiones realizaban registros en las casas, si encontraban armas o simplemente, utensilios que ellos pensaban que podían ser usados como armas, el vecino era conducido al convento de la Merced y ahorcado sin juicio alguno. En ocasiones daba tiempo para que algún canónigo los confesara, en otras no les permitieron ni ponerse en paz con Dios.
La simple denuncia a la gendarmería por quien fuera, alegando que eras un soplón o que pertenecías a los brigants (Los brigants eran la resistencia), tenías el mismo destino que el resto, morir en la horca sin juicio previo.
Cuando un pueblo del corregimiento no satisfacía los tributos exigidos por los franceses, se llevaban presos a los prohombres y religiosos de la villa. Los mantenían encarcelados en las torres del castillo del Patriarca, sin agua ni alimentos. Eran los propios vecinos quienes recogiendo limosnas mantenían a los presos, y con las mismas limosnas, tenían que pagar los tributos exigidos para que fueran liberados, algo que ocurría con poca frecuencia.
En breve, más.
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