miércoles, 28 de marzo de 2012

Los Brigants (Historias de la segunda entrega)


Los brigants.

Y me preguntaréis, ¿qué es eso de los brigants
Durante el tiempo de ocupación de la ciudad de Tarragona por las tropas imperiales, nació un movimiento de resistencia, por lo menos, las referencias que tengo de esa organización parten de aquellas fechas. Una organización plagada de espías, soplones, espías dobles y un largo etcétera y compuesta por negociantes, labriegos, rapabarbas, tahoneros, corregidores,... Sus cometidos fueron varios, desde comprar la voluntad de los gendarmes y altos oficiales, como tramar verdaderas conspiraciones con un único fin, dar muerte al invasor y expulsar a las tropas de ocupación de la ciudad, dado que vencerlos en campo abierto o parapetados detrás de los muros resultaba imposible por su supremacia, algo que tras diversas intentonas, tanto de Manso, el barón de Eroles y los ingleses, les mostró a los españoles que tenían que hacer algo diferente si querían ganar aquella guerra y expulsarlos de Tarragona.  

Hoy os voy a relatar una de esas conspiraciones que acabó con varios miembros de los brigants en la horca. Era un tiempo difícil, donde cualquier amigo de la infancia, cualquier vecino, labrador honrado, corregidor o religioso, podía irse de la lengua y venderte al enemigo. Por eso actuaban con mucho sigilo y nadie acababa de fiarse de nadie, pues cualquiera era un delator en potencia. Por dinero, por congratularse con el comisario de turno, por obtener algo de comida, por afrancesado, o por intentar lograr la libertad de un familiar apresado. 

El caso es que cualquier conspiración era llevada con el máximo secreto. Una de esas conspiraciones partió del presbiterio Coret, con la aquiescencia del general Lacy y por supuesto, del barón de Eroles.
Hacía tiempo que los químicos al servicio de los españoles preparaban lo que ellos llamaban, un remedio. El remedio consistía en realizar pruebas con arsénico para envenenar a la soldadesca. En Tarragona, se centraron en el aguardiente. Los químicos tenían que realizar ensayos para que el veneno no fuera fulminante y todos los soldados pudieran ingerir la ponzoña y morir al cabo de varias horas. Por eso hacían pruebas con animales, principalmente, caballos y perros. 

Lacy apremió a los conspiradores para que aplicaran el remedio. Pese a que la ponzoña no parecía estar lista del todo y los resultados no eran los deseados, aquellas personas, rodeados de espías y delatores, actuaron con enorme valentía siguiendo las instrucciones del presbítero Coret y del comandante en jefe de Cataluña, Luís Lacy. 

En aquel entonces, gobernaba la ciudad el general italiano Bertoletti. Bertoletti, tuvo conocimiento por medio de un general francés, de que los brigants intentaban envenenar el aguardiente de la ciudad. Algo que recoge en propio Bertoletti en las cartas que enviaba a Suchet, jactándose de que había desbaratado personalmente la conspiración y colgado a todos los involucrados en la trama. El general se burlaba de Lacy y que debido a la prudencia, no les había dejado ir más allá, pues probablemente hubiera acabado con todo el movimiento, pero por suerte, solo colgó a tres integrantes de los brigants. Obviamente fueron vendidos, pero ignoro por quién. Quizás por más de una persona que colaboraba con los propios brigants y no era más que un delator disfrazado de patriota.

Esta es solo una muestra de los intentos de los vecinos por deshacerse del yugo y la humillación de los bonapartistas. Si seguís atentos, os contaré más.

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