miércoles, 13 de febrero de 2013

Guerra a Ultranza: La trampa del Conseller en Cap


El Conseller en Cap, Manuel Flix i Ferreró, cansado de los centenares de amotinados que recorrían las callejas de Barcelona, coaccionando y amedrentando a los nobles para que cambiaran su voto en sentido favorable a la beligerancia y declarar la guerra al Borbón, creó la compañía de La Quitud con 600 catalanes a sueldo del Consejo. Pero para erradicar de una forma definitiva los motines y linchamientos, ideó un plan tan macabro como magistral. Desde luego, deleznable en nuestros días, pero no en 1713.

El Conseller mandó llamar a los cabecillas que dirigían a los exaltados que iban casa por casa amenazando a los vecinos de la ciudad. Ante él se presentaron varios individuos, cabecillas de los que organizaban tales disturbios, como: Lo Esclau, Lo Morrut y Lo Botarut entre otros. Una vez reunidos en el salón del Concilio, les informó, que debido a las múltiples atrocidades que se cometían por las calles y dada su “conocida honradez”, quería proponerles que fueran ellos, los que con el grado de cabo, comandaran unas escuadras “secretas” para imponer el orden en la ciudad. Para ello contaba con recursos suficientes y con plenos poderes y dinero para hacerlo posible. Cada uno de ellos recibiría unos sueldos de 60 piezas de a ocho cada mes, y las personas a su mando, 15 piezas de a ocho, pagaderas por su propia mano cada 8 días. Esas personas convinieron en aceptar los cargos de cabo y comandar las escuadras “secretas”. Pero el Conseller en Cap, necesitaba una lista de esas personas, pues su intención era abonar los sueldos personalmente. Naturalmente, sin siquiera llegar a intuir que Flix les preparaba una encerrona, todos facilitaron los motes y nombres de las personas que iban a tener bajo su mando.

Obtenida la lista de los nombres, Flix se puso en marcha. Ordenó a la reserva de la Coronela, a los soldados que guardaban los baluartes y custodiaban las puertas de entrada a la villa, que a partir de las once de la mañana abandonaran sus puestos y patrullaran las calles de Barcelona. Cada oficial tenía en su poder una orden lacrada que no podía abrir hasta la una de la tarde, pero antes, después de patrullar las calles, debían de concentrarse en el barrio de la Ribera, donde se concentraban las casas de juegos y donde el Conseller tenía conocimiento de que toda esa gentuza se reunía a la hora del almuerzo.

A la una en punto, los oficiales que comandaban la reserva de la Coronela, los que custodiaban los baluartes y guardaban los portones, abrieron las órdenes del Conseller, que ostentaba en aquellos días el cargo de Gobernador Militar. Las órdenes no albergaban dudas. Detener a todos los consignados en las listas que le fueron facilitadas por los propios cabecillas de dichas partidas. A los que no pudieron apresar e intentaron huir, murieron por los plomos de los fusiles, esa era la orden, pero solo la primera parte de ella.

Fueron todos encarcelados, pero su reclusión duró un día. Por todas las calles de la ciudad, ordenó erigir cadalsos. Asistidos por sacerdotes y verdugos, en un día mandó colgar a 276 indeseables que habían sembrado el pánico en Barcelona. Después de eso, la compañía de la Quietud no tuvo sentido.

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