martes, 17 de mayo de 2011

Cuarta entrega de las crónicas del mellado

Louis Gabriel Suchet

El general Louis-Gabriel Suchet, duque de la Albufera, llegó a Zaragoza en el invierno de 1808: venía a colaborar en el primer Sitio. Había nacido en 1770 y era hijo de un sedero de Lyon. No era lo que se dice un militar de carrera, de hecho iba a seguir con el negocio paterno, pero se había curtido en distintas campañas napoleónicas en Suiza, Italia, Polonia y Alemania, y decidió quedarse en el ejército. A partir de la primavera de 1809, cuando partía hacia Burgos, sería nombrado general del III Cuerpo del ejército francés, que sería el Ejército de Aragón y Cataluña. Se quedó en España hasta 1812.
Voy a referirles entonces, una vez lucida la estampa de este criminal los preparatorios y todas las acciones que acometió para el asalto a nuestra ciudad.
Fue el 10 de marzo de 1811 cuando recogió el mandato de Bonaparte de gobernarse hacia nosotros para que rindiéramos la plaza. Así que el general gabacho, afirmados los dorsos, establece el sitio apostándose con 20000 soldados en la villa vecina Reus, donde cumplió diferentes labores, fortificando conventos y convirtiéndolos en hospitales de sangre. Así mismo, dispuso que su ejército  situase su cuartel general en la de Constanti y ofició a sus generales lo siguiente:
Previno que el general Harispe con el ingeniero Roginat, atravesaran el puente de piedra sobre el Francolí y se orientasen hacia el fuerte del Olivo, disposición que debía cometer la brigada del general Salme, mientras que la de los italianos de Palombini se dilatarían hasta la zurda, pretendiendo la toma del Loreto, empleado en este alto y el reducto vecino del ermitaño. Para consumar la orden de su emperador, el cerco a la ciudad se remataría emplazando tropas en el camino de Barcelona, junto a la costa, para que Frére asentase su división de 17000 hombres en el lado enfrentado, ocupándose Harbert del frente del Francolí.
El cerco sobre nuestra ciudad se había ultimado y no dudó en decretar cortaduras en el acueducto moderno que proveía de agua nuestra villa, al igual que mando expulsar de lisiados todos los dispensarios de Reus y las localidades lindantes, despachándolos en una columna hacia la ciudad de Tarragona, con la perturbada mira de abarrotar nuestros botiquines, sin embargo los nuestros, procediendo con la cabeza fría y teniendo como salida el puerto, los fletamos hacia Mataró, que quizás ese generalucho cavilaba que no discurríamos, pero si lo hacíamos. Igualmente los somatenes le restituyeron la trastada y se arrimaron hasta Santes Creus para fragmentarles los caños de agua con la que abastecían de agua la tropa. Ojo por ojo y diente por diente, que diría Mingo, así ardan en el averno.
Ciertamente que no voy a fastidiaros de nuevo con la quebranto del fuerte del olivo, eso ya os lo he referido, ni como se dilapidó el arrabal, pues eso igualmente ha sido primer plato de mis dietarios, así que voy a historiarles las múltiples bajezas, tropelías y violaciones que se fraguaron en los fogones del franchute durante lo del asalto, que ya toca describir exactitudes.
Todo apunta a que el general gabacho se hallaba turbado por la toma de la plaza, derrochaba muchos soldados y debía apresar a varios nativos que moraban los aledaños y que no se habían albergado tras los muros para tenerlos con los zapapicos y palas ocupando las trincheras, los caminos cubiertos, las paralelas y los reductos que se veía forzado a erigir para ir arrimando sus filas a nuestras murallas. Ni que decir tiene que los trato peor que a alimañas, forzándoles a atarearse sin respiro a golpazo de látigo, ese era el género del franchute.
Como la prisa por pasar a la historia le urgía y viendo la férrea tutela que le enfrentaban los nuestros, mando en varias ocasiones a embajadores para que rindiéramos la plaza, pero Contreras, como ya os he reseñado en ocasiones, los recibía a fusilazos cegándose en la madre y los muchos padres de aquella gentuza. Eso crispó al gabacho y en sus memorias tuvo la temeridad de reconocer que había comunicado a Bonaparte en diversas ocasiones diciendo que Tarragona precisaba de un escarmiento. El muy cabrón, si lo tuviera al alcance de mi sostén, le partiría la crisma a golpetazos.
 Y finalmente entraron en la ciudad, vaya si lo hicieron, y aligeraron todo su resentimiento sobre mis conciudadanos, mis camaradas, mis parientes. En menos de dos horas se forjaron los amos y señores de la plaza, y las travesías quedaron revestidas de cuerpos inertes, mutilados todos. La soldadesca gabacha, al alarido de ¡Viva el gran Napoleón y viva el general!, recorría toda la capital en busca de sus víctimas inocentes. Encubierto el sol, las flamas de los centenares de hogueras reemplazaban el claror del día. Las hordas francesas no dieron cuartel a ninguno. Hostigaban a los vecinos de la ciudad cosiéndolos a bayonetazos, otros eran lanzados desde los miradores, terrazas y azoteas. Centenares de inocentes fueron arrojados a las llamas. En la santa catedral se cobijaron mas de ocho mil almas, una de ellas, la mía. Que Dios me perdone por haber sobrevivido, que me perdone, si puede.
Vosotros, que leéis estos pliegos desde vuestros hogares frente al fuego y al cobijo de la distancia que impone el tiempo, no sabéis nada de lo que es el verdadero espanto que vivieron vuestros antepasados, el horror, el miedo que padecimos todos. Las humillaciones, degradaciones, deshonras, ignominia, ofensa, afrentas, vejaciones, ultrajes, maltratos…
Los chillidos de pavura y de pánico aparecían desde el fondo de todas las gargantas que allí nos reunimos. De los críos de teta, de los muchachos lampiños, de los mozos acobardados, de las madres, hermanas, hijas, vecinas. Todo era un valle de lágrimas y sangre. ¡Dios mío, pero cuánta sangre!
Los gabachos ingresaron a la estampida en la catedral, despojando las reliquias y proveyendo mandobles a los que se apresuraban a recoger del piso las sagradas formas, arremetiendo contra ellos de forma brutal y salvaje. Cuando se cansaron, sacaron de entre los muros del recinto catedralicio a una ingente muchedumbre, y sin piedad alguna, ajusticiaron a más de 700 lugareños. A otros les obligaron a retornar a sus moradas para entregarles todo lo que tenían de valor, dinero, alhajas, para luego ser degollados bárbaramente.
Las mujeres fueron objeto de la más asquerosa ferocidad. Fueron quebrantadas en la misma catedral a la vista de todo el mundo, una tras otra, desprendidas de sus vestimentas, tratadas como ganado que colmaba de lujuria las viles tropas francesas. Otras muchas, sacadas a culetazos y transportadas a sus hogares para satisfacer las inclinaciones bestiales con mayor sosiego. La que enfrentaba una minúscula firmeza, era acuchillada frente a todos, sin contemplación ni humanidad, entre alaridos de infinito dolor.
Nosotros, nos cagábamos y orinábamos encima, bajo un frío atroz, despojados de nuestras telas, hacinados como escoria humana, bajo la mirada del Altísimo.
Sé que doña Encarnación, esposa de un letrado, se arrojó a una cisterna por dos veces, probaba de asfixiarse, pero la escasez de agua en el depósito no le procuró tal salvación. Los imperiales la sacaron del agua y en presencia de su consorte, la ultrajaron por ochenta veces, luego la degollaron. Otra mujer que sacaban de la catedral, dejó a su crío de teta a un anciano, en un descuido de su captor le arrebató el sable y se quitó la vida.
Un soldado se llevaba a una agraciada joven a su campamento, pero durante el trayecto se topó con cuatro oficiales que la pretendían para ellos. Desenvainó su sable y le dio muerte, prefirió acuchillarla antes que compartirla. Otra pobre desgraciada fue violada brutalmente por cuatro franceses al mismo tiempo, expirando por las brutales embestidas y heridas de los sables, todo,  ante los ojos de muchos de nosotros.
El dueño del horno de las cuernas, el que vendía hogazas en la bajada de Misericordia,  fue asado vivo en su propio fogón.
Dos mujeres, madre e hija, se hallaban en el arco de San Magín atendiendo una partera. Cuando llegaron los soldados se abrazaron y contemplaron cómo arrancaban a los lesionados de los lechos y cómo despojaban las alhajas del templo y estiraban de los pendientes de las orejas de las señoras, que aullaban de dolor. A la lumbre de las antorchas atendieron cómo los imperiales se paseaban como desequilibrados en busca de mujeres y caudales, y cómo en la punta de sus bayonetas pendían las testas de criaturas que exponían orgullosos a sus compadres, horribles estandartes humanos, todos, criaturas inocentes.
La hija de esa señora fue sorprendida por un soldado italiano, ella corrió hasta la verja, a la que se aferró con fuerza, pero el verdugo llamó a sus compinches. La madre se postró de hinojos rogando respetaran la honra y la vida de su hija. Los soldados se hallaban ciegos con la moza, intentando arrancarla de los barrotes, pero la joven se asía con endiablada fortaleza, hasta que uno de ellos, cansado, desenvainó su sable y le cortó los brazos de un tajo. La moza cayó al piso y fue violada así, sin brazos, mientras se desangraba y moría bajo la agónica mirada de su madre.
Los que se refugiaron en la torre de la catedral, fueron arrojados por los ventanales. En las casas se destruían muebles, se derribaban tabiques, se taladraban muros en busca de tesoros que creían ocultos, asesinando a los dueños por no encontrar nada.
Los jinetes pasaban por encima de los cuerpos al grito de «egorger» «degollar», rematando con los cascos de sus caballos a todo infeliz con el que se cruzaban. Pero no todos murieron sin defenderse. Hombre hubo que hizo morder la tierra a diez franceses desde lo último de las gradas, armado con un fusil, y cuando sucumbió, se cebaron con él haciéndolo trizas. Eran perros, lobos, pero no vi allí ningún hombre.
El día 30 cesó la matanza, puramente porque no quedaban víctimas que degollar. La ciudad exhibía un aspecto de desolación. Miraras por donde miraras todo eran despojos y cadáveres. De las 20.000 almas que había en la ciudad en el momento del asalto, fueron acuchillados más de 5.700, ahogados 300, heridos y mutilados 5.450, prisioneros 6.300; del resto no se tiene constancia, quizás lograron huir de la barbarie.
 Una tercera parte de los edificios fueron plenamente destruidos por las quemas y las bombas.
La atroz fiereza y la posterior esclavitud son hechos atemporales que no olvidaremos.
No terminaría de enunciar ferocidades, pero no puedo prolongar éstas líneas con más pormenores, de tanta brutalidad.
Todos sucumbieron como héroes y aquella mortandad, aquel bárbaro escarmiento que sufrieron los nuestros… lo grito alto y con voz potente, para que se me atienda, que tamaña atrocidad se la debemos a los verdugos y criminales de Suchet, pero también a los cobardes como Campoverde, Sarsfield, Contreras, Cano, Eroles, Courten, a los miembros de la propia Junta… a los cobardes y cabrones que nos abandonaron, que proyectaron su huída dejando tan solo una misiva a Suchet en la que le instaban piedad para los civiles, lo que me manifiesta que sabían lo que iba a acontecer con nuestras vidas.
Por eso, y solo por eso, es por lo que la Historia debe un resarcimiento a Tarragona y sus muertos, sus héroes, y quizás por eso, porque había tanta y tanta porquería que encubrir, nunca se la han concedido, pero como os dije al principio, yo me he propuesto que esta barbarie se sepa por todos, para que vociferéis conmigo y con orgullo, yo soy de Tarragona y yo no me rendí jamás.
Continuad vociferando: a mi abuelo lo degollaron los gabachos, a mi hermana la quebrantaron y acuchillaron, a mi padre lo golpearon y asesinaron a traición, a mi madre la descuartizaron en mi presencia, a mi hermano le cortaron la cabeza y la hundieron en una pica mientras recorrían a lomos de un caballo las travesías, mi hogar fue saqueado, incendiado, yo fui herido y apaleado, desnudado y obligado a quemar los cuerpos de los míos, y luego, luego viví la esclavitud posterior durante tres largos años, pero esa es otra historia que quizás algún día os cuente, si la vida me da un último respiro para ello.
Me dirijo a vosotros, custodios de la memoria de esta ciudad, descendientes de aquellos grandes hombres y mujeres. Corred la voz de la traición, de la perfidia, y señalad a los culpables, para que mueran de vergüenza, si es que la tienen.

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