martes, 3 de mayo de 2011

Las crónicas de Jordi El Mellado

De la mano de Onda Cero Tarragona, os traemos las crónicas de Jordi El Mellado.
Os avisaré de los horarios de emisión.

Las crónicas del mellado
El fuerte del Olivo

Lo que voy a reseñarles no crean que es fruto de la calentura o de los efluvios del aguardiente ¡Quiá!, que es tan innegable como que me bautizan El mellado ¿Ah, pero no me conocen?, claro, seguramente muchos de ustedes todavía no han leído La Guerra del Francés –La marca del traidor- Unos pliegos cosidos en forma de librillo que les da por llamar novela, escritos por un tal Amando Lacueva. Pero no se crean ustedes que el artífice de los mismos sea ese caballero, ni hablar, que ha sido un servidor quien le ha revelado todo lo que allí aconteció sin más protagonismo que el mentarme en alguna de sus páginas, vil desagradecido,… arda en el infierno por acaparar toda la fama que yo me he de conformar con la sopa de cebolla que me largan todas las noches las religiosas del asilo.
Digo, que por aquél entonces, discurríamos cercados y sin una gota de agua de Puigpelat, pues los gabachos de los bigotes nos habían hecho varias cortaduras en los canalillos del agua para que la espicháramos de sed — Da la vida que las dispensas se hallaban atiborradas de buenos caldos y la plaza disponía de muchos pozos y aljibes de agua—, pero quita, que me desvío de lo mío.
Andábamos creo recordar por el 27 de mayo del año de nuestro Señor de 1811 y al comandante en Jefe, su excelencia el marqués de Campoverde, Don Luis González de Aguilar para mas señas, se le sobreviene la sutil ocurrencia de exhibir un bando y hundirlo en todas los pórticos, puertas, portones y soportales de los hogares y demás lugares públicos para conocimiento general de los que dormitábamos con el fusil en la mano en las alturas de las murallas, para que los gavachos no se arrimaran más de lo necesario. El susodicho Campoverde enunciaba, con pelos y señales, el negocio del cambio de retén que debía causarse al día siguiente en el fuerte de la Oliva.
Allí andaban ya más que exhaustos la dotación de los de Iberia, buen cuerpo, lleno de valientes, todo hay que decirlo, y Luis González de Aguilar dispuso a 1200 soldados bizarros de los soldados de Almería para que se produjera el cambio en el fuerte y dar así respiro a los que hasta entonces habían bregado de lo lindo, chamuscando pólvora como valientes. Atosigando las columnas de imperiales y desbaratando todo lo que podían las obras de aproximación de los del morrión, dando defunción al general Salme de los imperiales, jeje, buen negocio aquél día cuando el franchute la espichó entre un mar de sangre, ¡así se fermenten sus quebrantados y repugnantes huesos!
Expresaba que el marqués, en contra del sentir de sus brigadieres, hizo público el día y hora del cambio de retén, conjeturo que para que a los espías, soplones, caragirats y afrancesados de Suchet que atestaban la ciudad,  no les cupiera duda alguna de la inteligencia de nuestro comandante.
A todo ello, se añadió que ese mismo día, mandó dejar al descuido unos caños de agua que se embutían hasta las entrañas del fuerte, con la orden de que se anegaran, y para ello, dejó al mando a un par de migueletes que en su vida habían sostenido un fusil, mandando a los húsares que hasta entonces amparaban el lugar a otros negocios que ignoro.
Así de esta guisa amaneció el 28 de mayo y el día transcurrió atendiendo los bronces catedralicios que anunciaban con sus sones, bomba o granada, hasta que finalmente se puso el Sol y las negruras de la noche envolvieron la plaza, momento en que los de Almería aprovecharon, cumpliendo la ordenanza del comandante, surgir por la puerta del Roser socorridos por la cerrazón de la oscuridad y abrigados por el camino cubierto que les transportaba hasta la propia gola del fuerte custodiada ésta por nuestros soldados. Como os digo, era de noche y los nubarrones empañaban la luminosidad de la luna. Al ser los uniformes de los de Almería del mismo color que el de los franchutes, cuentan, porque yo no anduve presente, pues bastante tenía con atender la clientela que se hacinaba en el figón de mi madre, que los bigotudos se mezclaron con los nuestros mientras desde el exterior atosigaban con su cañones, obuses y morteros de grueso calibre los muros del fuerte, logrando a esas alturas de las sombras abrir una brecha en las defensas por la que apenas abrazaba el talento de uno de los suyos revestido con sus morriones. Sin embargo, valiéndose de escalas y sogas, pues me consta que había puesto a trabajar a todos los tablajeros del Camp de Tarragona en la construcción de las escalerillas, alcanzaron ascender por los muros, no sin que los nuestros opusieran bravura y muchas agallas en sus acciones, y les recibieran a sablazos, pistoletazos y fusilazos, llevándose por delante los atributos y bigotes de muchos de aquellos malnacidos.
Pero la traición se apoderó del fuerte, provocando una enorme confusión de nuestros soldados que no descansaban  un solo instante en obsequiarles con buenos mandobles de sus sables, balas de plomo y bayonetazos. Buen acometimiento el que se produjo cuando los muy perros llamaron a la gola del fuerte proporcionando el santo y seña a los centinelas, quienes, ignorantes de lo que sucedía tras los portones del fuerte, los abrieron de par en par al enemigo sin saber que aquello significaba el fin para todos ellos.
A saber quién diablos les había facilitado la misma. Le tendrían que haber dado a catar el veneno de cien culebras para que reventara como un mísero traidor.
Se rumoreaba por la plaza que un sargento se pasó al enemigo y les largó lo que tenían que expresar para que los imperiales penetraran en el interior de nuestro baluarte.
Pero no se crean ustedes que me he olvidado de los caños que según se corría la voz, habíamos dejado abandonados con la máxima de nuestro comandante de anegarlos. ¿Y que apuestan ustedes?, justamente, a algún miguelete o húsar de granada malnacido se le había olvidado cumplir con la orden del marqués, así que los bigotudos se colaron en el interior del fuerte sorprendiendo a los nuestros por la retaguardia, si es que ese ejército está sembrao de gallinas y lo que no pueden hacer luchando cara a cara lo hacen a traición.
Los de dentro andaban bregando con todo lo que se les arrimaba, pero al ser sorprendidos por la propia gola, los caños del agua y por la brecha abierta por su artillería no pudieron hacer mucho, máxime cuando en ocasiones no se atrevían a abrir fuego con los fusiles por temor a herir a los nuestros, o darles muerte en el intento de segar la vida de los imperiales.
Todo sucedió en un santiamén y muchos de los defensores tuvieron que huir saltando los muros y correr como alma que lleva el diablo hasta lograr la puerta del Roser, para cobijarse de la rabia del ejército de Bonaparte por haber dado muerte a uno de sus generales. Y al marqués se le ocurre la idea de arrojarlos a los calabozos, si es que este marqués no andaba nada bien.
Cuando los de la plaza se dieron cuenta de lo sucedido y que el fuerte del Olivo se hallaba en poder de los sitiadores, anduvieron toda la noche disparando la artillería, nadie pudo pegar ojo, hasta que al amanecer, no quedaba piedra sobre piedra de aquel baluarte que había costado cuarenta millones de reales, y tanto y tanto esfuerzo de nuestros paisanos.
Un cántaro de agua fría se desparramó por toda Tarragona cuando la reseña corrió como la pólvora por las travesías, por los figones, por los mesones y los lugares de concurrencia, barriendo desde la ciudad alta hasta el mismo arrabal donde yo me hallaba con mis compadres intentando hacer un favor a la Esperanza, pues les había ganado un puñado de reales jugando a la morra y era mi turno.
Tendríais que ver la jeta de todos, la desazón se apoderó de nuestros vecinos y no digamos del que os lo cuenta, que los calzones los tenía preñados de orines que atufaban peor que las ventosidades de una mula.
Si vecinos, esa fue la primera de las traiciones que sufrimos aquellos tristes y aciagos días en los que veinte mil soldados del mejor ejército del mundo, pretendían entrar en la plaza de Tarragona para degollarnos, y nosotros, pese a todo, nos defendíamos apretando los dientes, consolándonos los unos a los otros, y gritando al viento nuestro lema… MORIR ANTES QUE RENDIRSE, aunque cada vez lo decíamos más bajito, pues no era necesario que el enemigo nos escuchara.

Jordi El Mellado.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Vídeo presentación