Prólogo

Prólogo


Yo apenas tenía quince primaveras cuando aconteció lo del asalto. Desamparado de padre, somatén que perdió la vida luchando por España contra los gabachos, no tuve más enmienda que socorrer a su viuda, mi afligida madre, trabajando de sol a sol en el figón que regentaba en la vía Mercería de la plaza abaluartada de Tarragona, frente al castillo del Patriarca, que se había reconvertido por aquellas fechas en hospital militar para atender los muchos heridos que el asedio trajo consigo, lugar que todo el mundo conocía como: el figón de la viuda.
El merendero de mi madre era lugar de tertulia de mortales de toda índole y condición, desde patriotas, liberales y monárquicos; migueletes, somatenes, tropa, generales, brigadieres, impresores, menestrales, hasta de afrancesados disfrazados de verdaderos españoles y; confidentes, soplones, borrachines, verdugos, traidores, meretrices, cortesanas y más chusma que abarrotaban la villa.
Era un zagal como los de mi época, en la que me tocó bregar desde crío, perdiendo infancia e ilusiones, pero no, no voy a aburriros con el relato de mi insulsa vida, lo que me trae hasta la intimidad de vuestras alcobas, a lo desierto de las playas, a la calma de vuestros aposentos, al griterío de las tabernas, al fandango de las travesías abarrotadas de exaltados, o donde sea que estéis leyendo estos pliegos, es la verdadera historia de lo que allí acaeció.
Una historia que no puede continuar enterrada por más tiempo, pues para vergüenza de España y del ejército bonapartista al mando del hoy, mariscal Suchet, se ha acallado, soterrado, relegado, borrado de la memoria de muchos, y aquellos, los que la sufrimos y seguimos vivos por la gracia de Dios, merecemos, ya sea para baldear la honra de esta ingrata patria, que sea conocida y escuchada, simple y llanamente para recuerdo colectivo de aquellos que dieron su vida por Tarragona, España y el rey Fernando, pues somos españoles, ¡qué coño!, y por eso resistimos dando la última gota de nuestra sangre, pese a que la situación era ardua, pues padecimos la pelusa de muchos y la traición de otros, sí, me habéis escuchado bien, traición.
La ciudad era la última plaza abaluartada que resistía. Por aquellos entonces ya habían caído Lérida, Barcelona, Gerona, Tortosa y toda Cataluña se encontraba en manos del Mariscal Magdonald, así como España entera, pues salvo Valencia, Sevilla y Cádiz, nuestra patria se hallaba sometida por el enemigo, aunque los somatenes, hombres con dos cojones, todo hay que decirlo, no cejaban en fustigarlos a la menor ocasión, ese era su negocio.
Lo que no viví, lo conocí en eternas jornadas de duro compromiso, entre vasos de aguardiente, cuartillos de vino, humo de brevas y cigarros puros, melodías de vihuelas, susurros y confidencias que se hacían patriotas por un lado y traidores por otro. Vómitos, hedor de orines y cuerpos sudorosos, todos, clientela que frecuentaba los fogones de mi madre, y por que no, las muchas revelaciones que los asiduos hacían entre las sábanas de su trillada y manoseada alcoba, ebrios de lujuria y de alcohol y sueltos de lengua.
A mi querida y entrañable Tarragona, ya fuera por falta de medios, torpeza de sus mandos, cobardía de algunos, traición de pocos,… la dejaron sola, sola frente a los ejércitos de Suchet, y mi querida Tarragona, agonizó aquel fatídico 28 de Junio de 1811, cuando los bárbaros que comandaba el mariscal francés, penetraron con rabia y ferocidad en la villa y todo, por una idea, por una patria, por un rey, por una honra.
La idea se nos deshizo, la patria nos dio la espalda, el rey nos vendió y la honra, la honra se ahogó entre torrentes de sangre que aún hoy, corren por las travesías de la villa y que solo parará su curso, cuando España entera sepa lo que aconteció entre sus murallas y rinda sentido y merecido tributo a sus héroes, para que los que me precedan, perdonen, pero no olviden.
A Juan Senén de Contreras, el último gobernador militar de la plaza, nombrado durante las jornadas previas al asalto por el marqués de Campoverde, comandante en jefe de Cataluña, le debemos mucha parte de la honra, pues por lo menos, ante nuestros ojos, fue fiel a nuestro lema —Vencer o morir—. Pese a que la situación era crítica, supo tener los arrojos bastantes, dada la soledad en que nos hallábamos, de expresarle a Suchet que se metiera su ofrecimiento de sumisión por el bujero que más apretado tuviera, y eso, como os digo, que el escenario era caótico.
Ahora, con mis años, después de varias décadas, puedo departir alto, sin temor a represalias, pues ya no temo por mi vida, el miedo me lo almorcé durante los tres días de encierro que pasé en la catedral con más de 8000 indefensas, desamparadas y aterradas almas como la mía que allí nos refugiamos confiando en el Altísimo, en nuestro ejército, y en la magnanimidad de los hombres de Suchet. Pero el Altísimo no nos escuchó, nuestro ejército no acudió a nuestra invocación, y los hombres del general francés se convirtieron en fieras, bestias inhumanas, depredadores sanguinarios que no respetaron vida alguna, ni la de las bravas mujeres, los desabrigados ancianos y las inocentes criaturas, todos, fenecieron bajo los cascos de los caballos del ejército enemigo, ensartados por sus bayonetas, descuartizados por sus sables, violados una y otra vez por las bestias que albergaban sus filas, y todo aquello sucedió ante la inacción de nuestros mandos, de nuestros aliados.
La brutalidad de los franceses cometida en Tarragona es un oprobio monstruoso y sus líderes, con Suchet a la cabeza y Bonaparte a la zaga, unos criminales que con su poder han guardado silencio eterno, enterrando las atrocidades cometidas con la población civil,… mis conciudadanos, parientes, amigos. Y yo, ya no me callo por más tiempo.
Todo empezó unos meses antes, en una mañana soleada del riguroso Diciembre de 1810.
Ésta es la historia, y yo, su fiel cronista, uno de los pocos supervivientes de aquella barbarie, un zagal, el mellado, como me apodaban por aquellos entonces, ahora anciano e impedido, pero puedo escribir, y eso es lo que hago porque Tarragona y sus héroes claman un lugar en La Historia de esta patria desagradecida.



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