El Conseller en Cap, Manuel Flix
i Ferreró, cansado de los centenares de amotinados que recorrían
las callejas de Barcelona, coaccionando y amedrentando a los nobles
para que cambiaran su voto en sentido favorable a la beligerancia y
declarar la guerra al Borbón, creó la compañía de La Quitud
con 600 catalanes a sueldo del Consejo. Pero para erradicar de
una forma definitiva los motines y linchamientos, ideó un plan tan
macabro como magistral. Desde luego, deleznable en nuestros días,
pero no en 1713.
El Conseller mandó llamar a los
cabecillas que dirigían a los exaltados que iban casa por casa
amenazando a los vecinos de la ciudad. Ante él se presentaron varios
individuos, cabecillas de los que organizaban tales disturbios, como:
Lo Esclau, Lo Morrut y Lo Botarut entre otros. Una vez
reunidos en el salón del Concilio, les informó, que debido a las
múltiples atrocidades que se cometían por las calles y dada su
“conocida honradez”, quería proponerles que fueran ellos,
los que con el grado de cabo, comandaran unas escuadras “secretas”
para imponer el orden en la ciudad. Para ello contaba con recursos
suficientes y con plenos poderes y dinero para hacerlo posible. Cada
uno de ellos recibiría unos sueldos de 60 piezas de a ocho cada mes,
y las personas a su mando, 15 piezas de a ocho, pagaderas por su
propia mano cada 8 días. Esas personas convinieron en aceptar los
cargos de cabo y comandar las escuadras “secretas”. Pero
el Conseller en Cap, necesitaba una lista de esas personas,
pues su intención era abonar los sueldos personalmente.
Naturalmente, sin siquiera llegar a intuir que Flix les preparaba una
encerrona, todos facilitaron los motes y nombres de las personas que
iban a tener bajo su mando.
Obtenida la lista de los nombres, Flix
se puso en marcha. Ordenó a la reserva de la Coronela, a los
soldados que guardaban los baluartes y custodiaban las puertas de
entrada a la villa, que a partir de las once de la mañana
abandonaran sus puestos y patrullaran las calles de Barcelona. Cada
oficial tenía en su poder una orden lacrada que no podía abrir
hasta la una de la tarde, pero antes, después de patrullar las
calles, debían de concentrarse en el barrio de la Ribera, donde se
concentraban las casas de juegos y donde el Conseller tenía
conocimiento de que toda esa gentuza se reunía a la hora del
almuerzo.
A la una en punto, los oficiales que
comandaban la reserva de la Coronela, los que custodiaban los
baluartes y guardaban los portones, abrieron las órdenes del
Conseller, que ostentaba en aquellos días el cargo de
Gobernador Militar. Las órdenes no albergaban dudas. Detener a todos
los consignados en las listas que le fueron facilitadas por los
propios cabecillas de dichas partidas. A los que no pudieron apresar
e intentaron huir, murieron por los plomos de los fusiles, esa era la
orden, pero solo la primera parte de ella.
Fueron todos encarcelados, pero su
reclusión duró un día. Por todas las calles de la ciudad, ordenó
erigir cadalsos. Asistidos por sacerdotes y verdugos, en un día
mandó colgar a 276 indeseables que habían sembrado el pánico en
Barcelona. Después de eso, la compañía de la Quietud no tuvo
sentido.
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